martes, 16 de febrero de 2010

Teleología

El fin del universo transcurría a destiempo, anticipándose a la fecha normal de destrucción. Todos los faros que bordeaban las costas apagaron sus luces en memoria de los que nos habían abandonado. Mi faro seguía en pie, intacto, inmune a las tempestades. Era el único que seguía con la luz encendida; quizá como indicación de resistencia; porque no podía ni debía olvidar a los que me siguieron a ciegas. La luz del faro daba vueltas y yo la veía en un rincón del círculo, tapándome la vista cuando pasaba por mi lado. Afuera, lejos, la tierra hacía de las suyas y hundía en el vacío ciudades enteras, rostros que morían aplastados entre las grietas donde en un pasado gritaron con orgullo: ¡aquí yacerán nuestros restos, y los de nuestra sangre!

La luz y yo permanecimos en la isla como si nada hubiese cambiado. Sabía perfectamente que era probable que quedara sólo yo con vida, pero no importaba; debía hacer girar la maldita luz una y otra vez, y procurar que nunca se extinguera. Supe que había muerto cuando la luz me alcanzó los ojos y sólo pude divisar un inmenso barco, cuya misión era llevarme de vuelta a casa, donde al fin habría de iniciar mi vida normalmente, como cualquier hombre ordinario.