jueves, 28 de abril de 2011

Humana obsolescencia.

Sí, explicarlo con palabras. Pero era imposible no sentir esa precariedad inherente de las letras, unidas torpemente en definiciones que nos terminan convenciendo a la fuerza. Entre medio de aquellas palabras fantasmales había hombres que, como tú y yo, caminaban hacia adelante sin más defensa que sus piernas y la mirada fija en los demás hombres, en lo que creíamos que soñaban, en lo que podrían habernos dicho o no nos dijeron cuando se desvanecieron en la multitud de canciones y consignas. Era un hecho que no los volvería a ver, que debía retener como el objeto más preciado sus rostros, sus expresiones curtidas pero vitales, ocultando el cansancio, escondiendo de la consciencia lo que habían sufrido y deseado desde lo más profundo de sus infiernos. Murmurar palabras que narraran tu ausencia involuntaria, tu ausencia llorosa, permanente. Porque continúas gritando en las sombras a través de los árboles, te desmayas en cada contorneo de viento que los azota. Y la furia que se apodera del no saber dónde te encuentras, si ya no existes o si existes imperceptiblemente.

Sigo caminando, siguiendo sus cuerpos. Trato de encontrarte al final del camino, de regocijarme en tu regazo tibio, dormirme como un bebé de pecho, absorber tu alimento, saciarme, poseerte, pero cada paso borra un poco más el recuerdo tuyo y el que íbamos a retener cuando todo hubiese cambiado. Porque todo iba a ser seguramente más feliz que antes, porque nuestro fin era dejar de hablarnos y unirnos como un gran y esplendoroso ser. Porque la única manera de terminar mis pensamientos era evocar mediocremente nuestra historia llena de cursilerías, como la que escribo ahora.

Confieso que no existes, que eres un dios multiplicado por las nubes, que eres lo que hay en mí que soy yo, a la espera de ser penetrado por mi cuerpo. Sí, logré ser ese ser doble, sólo que nunca hubo un otro, la dualidad había sido mera ilusión de mi cerebro. Mi historia, para ser más preciso, había sido una sinapsis desviada. Errores como estos ocurren todos los días. No hay que temer, no hay daño: tengo todo controlado. Mañana será igual que hoy, mañana no habrá incertidumbre.

Ya lo ves, no había palabras, no faltaban. Nunca las necesité.

...



Muero lentamente...

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Dime cómo lo haré para reencontrarte...

martes, 12 de abril de 2011

Remolinos

Los payasos se deformaban al traslucirse en mi vaso de vodka, el cual tomaba y examinaba como un objeto precioso. Se escuchaban a lo lejos los organilleros y los niños corrían en todas las direcciones. Desde mi ventana los contaba de a pares: los niños y sus madres tomados de la mano, caminando en búsqueda del saltimbanqui o de los caramelos con formas triangulares y multicolores. Era un día de olvido para los trabajadores y de libertad para los niños. El organillero daba vueltas a la manivela mientras los remolinos giraban y animaban el espectáculo. Agarré mi vaso y bebí el resto, observando entretanto lo que ocurría afuera; en el centro convergían los primeros fuegos artificiales y la noche se dibujaba en los bordes. En mis adentros sentía que volvía a ser como uno de los niños que corrían al final de la feria, donde el saltimbanqui se preparaba para deslumbrarnos con su último acto. Reíamos y abríamos la boca hipnotizados por el asombro, sentados uno al lado del otro, sin saber que nuestras madres nos buscaban al otro lado del mundo, desesperadas por llevarnos a casa. Así se fueron juntando las horas, una tras otra, hasta sumar una larga noche que, sin quererlo, había llegado a su fin.
Caminé hacia donde estaba mi madre, en el centro de la plaza; toqué su espalda y, al darse vuelta, me retó con su cara llena de furia; luego de un par de gritos, me tomó de la mano y me condujo a la salida. En el cielo los últimos fuegos iluminaban más que las estrellas y sus estruendos seguían haciendo llorar a los menos experimentados.

Tomé el vaso y me serví el vodka que quedaba en la botella. Caminé hacia la ventana, cerré los ojos y tomé un trago; luego miré hacia el cielo a través del centro del vaso. No había organilleros, ni payasos, ni dulces; sólo la luz del faro dando vueltas, deformada en el cristal, hasta llegar a mis pupilas.

Así fueron sumándose en mi cuerpo horas, meses y años, lentamente, al ritmo de las revoluciones del faro.

De repente sentí que alguien había tocado mi espalda; me di vuelta, pero no había nadie.

Creí por un instante que era la vida, la que al fin me había encontrado.

viernes, 1 de abril de 2011

Propósito

En el mito de Pandora, el fuego que Prometeo entregó a los hombres para sus sacrificios, a pesar de la prohibición de Zeus, fue el causante de todos los males que acecharon posteriormente a la humanidad. Si Pandora no se hubiera quedado sola, jamás habría abierto aquella caja; si no hubiese existido Pandora, los hombres no sabrían lo que es el cansancio o las enfermedades. Sin embargo, antes de que se vaciara completamente el contenido, logró salvarse, no sin dificultad, la esperanza, posible solución o alivio al sufrimiento.

Nuestro héroe repentinamente sintió la necesidad de levantarse y ver lo que ocurría afuera. Naturalmente las olas se movían a longitudes constantes, sin intervención de barcos o de un clima irregular. La necesidad de caminar y reencontrarse consigo mismo cuando el caos y la soledad parecían dejarlo en paz un momento. Sonrió: afuera podía haber habido algo, así como podía haber habido fiestas coloridas y novios que arriban desde distancias que su melancólica vista creaba usando como herramientas el recuerdo y el frío congelante de sus pies sumergidos en el agua. Aquella relación entre sus antepasados que solían embotarlo con utopías acerca de cómo el mundo podría configurarse de la manera más feliz, aquella profunda conexión con algún absoluto libre de todo mal, aquellos recuerdos que trastornaban su cuerpo y su espíritu de una manera inenarrable, aquellos lazos que la humanidad había forjado en él, no podían abandonarlo.
¿Qué era, en el fondo, lo que detenía su camino al exterminio? Volteó los ojos hacia la entrada del faro; lo miró como un padre lo hace afectuosamente con su hijo, aún pequeño, caminando despacio hacia su regazo. Amaba demasiado a los hombres como para aceptar que aquella luz era inútil. Su juventud entera dedicada a esa pequeña extensión de tierra tenía la única finalidad de ayudar a trascender de alguna manera aquel triste e inhumano desierto de naciones. Su luz guardaba aún el secreto del primer fuego. El sacrificio había comenzado en el momento exacto en que inauguró la vigilancia y guía de sus camaradas navegantes.

"Aquí habré de morir", sentenció, susurrando hacia el reflejo de su cuerpo en el espejo.
El primero de muchos males aparecería luego de pronunciar esas palabras. Su carne sería una víctima más de la tuberculosis, corrompiendo, nutriéndose silenciosamente de sus entrañas. Y sin embargo, al mismo tiempo, comenzaría a revelarse en su vida una verdad que, años más tarde, le daría las esperanzas para seguir luchando, por él y para los que había amado años atrás. Aquellos por los que la vida, su vida, podía continuar soñando.