martes, 13 de noviembre de 2012

Afuera

Dormir no estaba permitido. Ni aunque le ardieran los ojos y la lluvia se le pegara a la ropa. Así es como su cuerpo registraba las horas en medio del agua. Cada gota enfriaba su cabeza y después los contornos de los hombros. Quería que la lluvia viniera hacia él; deseaba que la lluvia lo empapara y lo mantuviera despierto. Porque cerrar los ojos, aunque fuera un segundo, significaba la derrota absoluta ante ese universo negro que, temía, vendría a llevárselo pronto, lejos de la seguridad del hogar.

Esa isla que alguna vez fue su guarida, era saqueada violentamente por el barro, sobre el cual apoyaba la espalda. Viento y barro eran los ingredientes que faltaban. Sólo quedaba yacer en él y dejar que el sol hiciera lo suyo. Despertar y esperar que el barro lo inmovilizara, evitando así las agitaciones de su cerebro si este llegase a comprender que pudo haber hecho algo más, cuando aquello fuera ya imposible.

Que la lluvia descendiera de los cielos de una vez y le cerrara los ojos.