martes, 3 de mayo de 2011

Barrera

Con la misma música de cuando había comenzado la historia. Exactamente las campanitas y los silbidos vaporosos de su primer encuentro con el faro. Cuánto habría dado por destruirlo y que los barcos dejaran de moverse siempre, buscando la luz de la que él fuera responsable. Tener que ser como un padre para ellos, para que no muriesen, para dejar que lo saludaran de vez en cuando y recordar los viejos tiempos, las anécdotas que lo entristecieran no por las historias en sí, sino porque escuchar una voz ajena a la suya, narrándolas, lo convencían de que su vida seguía transcurriendo. Sí, no había sabido nada desde hacía muchos años, y su cara tan desgastada, tan alienada por no encontrar a nadie junto a él. Cerró los ojos y sonrió irónicamente cuando se dio cuenta de que había envejecido y no había hecho nada interesante, salvo divagar en silencio y llorar cuando el sol le daba de lleno en la cara en esos días impredecibles de mayo. Se encontró recostado a los pies del faro, cansado de contemplar el mar sin visitantes, mientras un vino regular que le había regalado un extranjero hace algunas semanas hacía efecto en su cabeza.

Conocía el frío perfectamente. Sabía cómo iba adentrándose en sus pantalones, por cuáles surcos lo hería más despacio, más fuerte... En cuáles regiones de su cuerpo era alguien acariciándolo, en dónde lo torturaban con quemaduras insoportables. El frío lo comprendía, lo acompañaba; en resumen, era su amigo en aquella isla muerta y anacrónica. Se dio cuenta del patetismo de la escena: un hombre solo, mediocre, medio muerto, medio desencantado, liderando un faro administrativo, mecánico. Un autómata conduciendo máquinas, produciendo más autómatas, que manejan más máquinas, y así... Un universo de chatarra caliente, que cada cierto tiempo genera autómatas solitarios y disconformes en su condición de máquina, que podrían ser otra cosa aparte de máquina y no saben entonces qué podrían ser. Seres que cuando despiertan se dan cuenta de que han envejecido de golpe y es demasiado tarde para intentar transformar la chatarra en otra cosa.

Se durmió pensando en las historias que había recordado junto a los navegantes. Las campanas y los silbidos resonando en su cabeza. Cruzándose las campanas... y los silbidos. Campanas que se transforman en la soledad de sus silbidos cuando el frío se recrudece.

Como transformar su chatarra...


Pero... ¿en qué?