Conocía el frío perfectamente. Sabía cómo iba adentrándose en sus pantalones, por cuáles surcos lo hería más despacio, más fuerte... En cuáles regiones de su cuerpo era alguien acariciándolo, en dónde lo torturaban con quemaduras insoportables. El frío lo comprendía, lo acompañaba; en resumen, era su amigo en aquella isla muerta y anacrónica. Se dio cuenta del patetismo de la escena: un hombre solo, mediocre, medio muerto, medio desencantado, liderando un faro administrativo, mecánico. Un autómata conduciendo máquinas, produciendo más autómatas, que manejan más máquinas, y así... Un universo de chatarra caliente, que cada cierto tiempo genera autómatas solitarios y disconformes en su condición de máquina, que podrían ser otra cosa aparte de máquina y no saben entonces qué podrían ser. Seres que cuando despiertan se dan cuenta de que han envejecido de golpe y es demasiado tarde para intentar transformar la chatarra en otra cosa.
Se durmió pensando en las historias que había recordado junto a los navegantes. Las campanas y los silbidos resonando en su cabeza. Cruzándose las campanas... y los silbidos. Campanas que se transforman en la soledad de sus silbidos cuando el frío se recrudece.
Como transformar su chatarra...
Pero... ¿en qué?