martes, 13 de noviembre de 2012

Afuera

Dormir no estaba permitido. Ni aunque le ardieran los ojos y la lluvia se le pegara a la ropa. Así es como su cuerpo registraba las horas en medio del agua. Cada gota enfriaba su cabeza y después los contornos de los hombros. Quería que la lluvia viniera hacia él; deseaba que la lluvia lo empapara y lo mantuviera despierto. Porque cerrar los ojos, aunque fuera un segundo, significaba la derrota absoluta ante ese universo negro que, temía, vendría a llevárselo pronto, lejos de la seguridad del hogar.

Esa isla que alguna vez fue su guarida, era saqueada violentamente por el barro, sobre el cual apoyaba la espalda. Viento y barro eran los ingredientes que faltaban. Sólo quedaba yacer en él y dejar que el sol hiciera lo suyo. Despertar y esperar que el barro lo inmovilizara, evitando así las agitaciones de su cerebro si este llegase a comprender que pudo haber hecho algo más, cuando aquello fuera ya imposible.

Que la lluvia descendiera de los cielos de una vez y le cerrara los ojos.

lunes, 20 de febrero de 2012

Siete de la mañana

El pasado. Dejaba sus ojos abiertos a las preguntas.
Se imaginaba explicaciones al acariciar los vellos del pecho. Una a una se replicaban y maduraban, asediando hasta los pensamientos más mecánicos.

El pasado era una corroboración de que las respuestas aparecían cuando nadie las necesitaba.

Su sexo aún se encendía al rozar la incertidumbre.

domingo, 19 de febrero de 2012

Fraternidad

Despertó un poco más tarde de lo habitual; eran las once de la mañana y aún quedaba algo de tristeza por la noche anterior. Nueve horas, pensó, y ocurrían las mismas cosas, como si despertar no cambiara el escenario o los actores. No, las personas de siempre, produciendo exactamente la misma pena, cada día, de manera distinta pero como si atacaran por primera vez.

Hubiera seguido durmiendo. Quizá es en los sueños donde la gente se reencuentra y necesita.

Habría querido ser ese sueño, algo sencillo, hoy, un rato, un momento.