lunes, 5 de septiembre de 2011

Autótrofo

Una historia común, como le gustaba llamar lo que era hasta ahora su cuerpo. Una historia compuesta de océano y encuentros fortuitos entre él y los navegantes desinteresados que escribían una línea más de la trama, accidentalmente. Se encontraba solo y con mucho sueño, con asco de su cuerpo mutilado suavemente durante las noches, cosa de sentir el mínimo dolor posible. Le gustaba introducir en su boca sus fluidos como si fuera el único alimento vital para poder existir. Le producía placer combinar la sangre con el semen anónimo que su pene liberaba al exterior, como si trascender para él consistiera en cumplir alguna orden suprema de los fluidos, evocada de sus entrañas. Era de noche (siempre era de noche) cuando caminó hacia la playa y continuó el infinito ciclo de la mierda, venciendo las contradicciones del mundo: comiéndose a sí mismo, bebiendo su sangre y su semen con la boca llena de desechos; negándose a toda posibilidad de reproducción, de alianza con los demás hombres. Tragándose en la oscuridad la mierda que representaba su historia, tan imperfecta como la de cualquier otro ser que se da cuenta, en último momento, que sus objetivos no existen o son inútiles; tan humano como un cuerpo frío que camina por la playa y grita silenciosamente hacia algo o alguien que no sabe qué es, con la esperanza de seguir hallando excusas que lo aten de este lado del universo.

Las horas transcurrieron deprisa y los sabores en su boca comenzaron a perderse. Sabía que debajo de sus reacciones caóticas existía un orden que, aunque débil, regía aún sus planes dentro del faro. Su memoria había completado la vuelta; había regresado de nuevo en el tiempo, algunos días en el pasado. Sus pies reposaban sobre la alfombra, sus manos y brazos recuperaban el color rojo en medio del llanto.

Había llegado la hora de seguir alimentándose, antes de que arribara la tripulación y notase algo extraño.

Su historia debía mantenerse eterna.


Sonrió: había terminado la primera revolución de su vida.