viernes, 1 de abril de 2011

Propósito

En el mito de Pandora, el fuego que Prometeo entregó a los hombres para sus sacrificios, a pesar de la prohibición de Zeus, fue el causante de todos los males que acecharon posteriormente a la humanidad. Si Pandora no se hubiera quedado sola, jamás habría abierto aquella caja; si no hubiese existido Pandora, los hombres no sabrían lo que es el cansancio o las enfermedades. Sin embargo, antes de que se vaciara completamente el contenido, logró salvarse, no sin dificultad, la esperanza, posible solución o alivio al sufrimiento.

Nuestro héroe repentinamente sintió la necesidad de levantarse y ver lo que ocurría afuera. Naturalmente las olas se movían a longitudes constantes, sin intervención de barcos o de un clima irregular. La necesidad de caminar y reencontrarse consigo mismo cuando el caos y la soledad parecían dejarlo en paz un momento. Sonrió: afuera podía haber habido algo, así como podía haber habido fiestas coloridas y novios que arriban desde distancias que su melancólica vista creaba usando como herramientas el recuerdo y el frío congelante de sus pies sumergidos en el agua. Aquella relación entre sus antepasados que solían embotarlo con utopías acerca de cómo el mundo podría configurarse de la manera más feliz, aquella profunda conexión con algún absoluto libre de todo mal, aquellos recuerdos que trastornaban su cuerpo y su espíritu de una manera inenarrable, aquellos lazos que la humanidad había forjado en él, no podían abandonarlo.
¿Qué era, en el fondo, lo que detenía su camino al exterminio? Volteó los ojos hacia la entrada del faro; lo miró como un padre lo hace afectuosamente con su hijo, aún pequeño, caminando despacio hacia su regazo. Amaba demasiado a los hombres como para aceptar que aquella luz era inútil. Su juventud entera dedicada a esa pequeña extensión de tierra tenía la única finalidad de ayudar a trascender de alguna manera aquel triste e inhumano desierto de naciones. Su luz guardaba aún el secreto del primer fuego. El sacrificio había comenzado en el momento exacto en que inauguró la vigilancia y guía de sus camaradas navegantes.

"Aquí habré de morir", sentenció, susurrando hacia el reflejo de su cuerpo en el espejo.
El primero de muchos males aparecería luego de pronunciar esas palabras. Su carne sería una víctima más de la tuberculosis, corrompiendo, nutriéndose silenciosamente de sus entrañas. Y sin embargo, al mismo tiempo, comenzaría a revelarse en su vida una verdad que, años más tarde, le daría las esperanzas para seguir luchando, por él y para los que había amado años atrás. Aquellos por los que la vida, su vida, podía continuar soñando.

1 comentario:

G! dijo...

Es cierto, a veces el llamado de la vocación de soledad es muy fuerte.
Pero eso puede cambiar... solo falta el naufrago correcto, que sepa como habitar en la solitaria isla del faro.

Existe, en otro lado, un navegante... buscador por antonomasia, que busca sin cesar, un lugar tranquilo en el cual atracar. Y sin saberlo, hasta un naufragio podría ser la oportunidad exacta para llegar a su lugar final.
Tal vez la vocación no se contradice con la casualidad de que el universo ponga, en un segundo y lugar precisos y exactos, una respuesta a todas las dudas.
Un abrazo