jueves, 24 de junio de 2010

Junio

Cruzando la puerta podía verse su silueta encogida hacia la mesa, con la cabeza apoyada en el brazo derecho, mirando hacia la ventana. La luz entraba de a seis cuadrados y se amplificaba sobre la pared crema que rodeaba la puerta de entrada. Nuestro héroe mantenía los ojos abiertos, procurando asimilar tanta luz como fuera posible, tanto así que pestañeaba sólo si era estrictamente necesario. A juzgar por la inclinación de los rayos solares supuso que eran las cinco de la tarde, dado que estaba terminando el otoño y en un rato más comenzarían a aparecer algunos arreboles. Observó el cielo: los bosquejos ocres se confundían con el violeta y los residuos amarillentos que habían sido olvidados durante la tarde. Las nubes se encontraban revueltas, como si alguien las hubiese manoseado con distracción. A estas alturas la luz comenzó a avanzar por la pared, subiendo por los guardapolvos y luego la manilla de la puerta. Su cabeza giró hacia la entrada y siguió lentamente la trayectoria (le era costumbre dado su oficio), con la sensación de que pronto los cuadrados perderían intensidad y se difuminarían en el resto de la habitación. Luego de veinte minutos tomó conciencia de que estaba perdiendo su tiempo y se levantó en dirección a la ventana.

"De qué te preocupas, si nadie te está vigilando", pensó, mientras acomodaba sus manos en el marco inferior.

La noción de que en realidad nadie lo observaba lo hizo sonreír un par de segundos (sonrisa simulada, pues daba lo mismo si se notaba naturalmente o con poca expresividad).

"Hace cuánto que no digo una palabra", imaginó rápidamente, tratando de asegurarse de que jamás había reparado (y que no volvería a reparar) en tal pensamiento.

Sus ojos se enfocaron en el reflejo de los arreboles en el mar, como si en ese momento la realidad consistiera en esa pequeña multitud de olas imprecisas, solamente el reflejo del espacio en ellas. Sus manos apretaron suavemente el marco de la ventana y su boca, nuevamente inexpresiva, dispuso a abrirse, dejando fluir algunas palabras incompletas, en ciernes, ninguna de ellas con la suficiente exactitud como para auto-significarse.

"No, no puedo...", balbuceó. "No".

Cerró los ojos y respiró profundo. Había llegado la hora de descansar. Lo mejor, a su parecer, era no pensar demasiado las cosas; menos aún si quedaban tantos años todavía por caminar y fumar, alrededor del faro y en su habitación, todos los miles de pensamientos que su cabeza hilaría con impaciencia.

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