domingo, 20 de junio de 2010

No quedaba más remedio que flotar pasivamente en el agua y sentir el frío como miles de pequeñas dagas a lo largo de la piel. Sí, me oí gemir como nadie a la hora de mi muerte y sin embargo no hice nada, porque jamás pensé que me recuperaría y que traicionaría nuestro pacto. Es por eso que no me da pena, sino asco, de mí, de nosotros, de mi cuerpo apuñalado y el reflejo de la luz delatando lo que no busqué explorar. Porque no quería saberlo, no quería despertar y tú lo hiciste tangible; descubriste el velo que separaba la miseria de la sobrevivencia. Lo sé, estamos muertos, a nivel de carne, de sueños, de delirios, pero eres tú quien toca mi frente y la vuelve esclava de la memoria.

Dolerme por fragmentos a destiempo, anticipándome a cada ausencia, recibiéndome en algún recodo anómalo. Allí donde respiramos y podemos observarnos en soledad. Entonces evoco tus máscaras como un remedo de hechos nebulosos, sumergidos en lo más profundo del agua.

Tú, cuánto te recuerdo, cuánto atañes las cosas, cuánta vida ha de resquebrajarse para igualar el daño que podrías causarme. Y es que me obligas a proferir palabras humanas, tan tristes y sinceras, tan amargamente dulces...

Sé que, finalmente, serás tú quien gobierne desde lo alto la luz que repose sobre mis restos; y sé que, cuando emerjan mis palabras desde el océano, proclamarás de una vez por todas que la inocencia ha sido exterminada.